
Opinión: Francisco, más vivo que nunca
Fue él quien nos enseñó que la fe no puede vivirse encerrada ni con mirada estrecha. Que el verdadero creyente no construye trincheras, sino puentes
Por: Andrés Prieto Fasano
Guardar(AP Foto/Gregorio Borgia, file)
Tuve la bendición de despedir al papa Francisco desde un lugar profundamente privilegiado y simbólico: junto a mis hermanos del Instituto del Diálogo Interreligioso, esa casa común que el mismo Francisco impulsó cuando todavía era el Cardenal Jorge Mario Bergoglio, en Buenos Aires. Fue él quien nos enseñó que la fe no puede vivirse encerrada ni con mirada estrecha. Que el verdadero creyente no construye trincheras, sino puentes. Que el diálogo es más que una palabra: es una forma de estar en el mundo.
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Cuando recibí la noticia de su fallecimiento, no lo dudé. Inmediatamente hablé con el Padre Guillermo Marcó —su amigo entrañable y cofundador del Instituto—, y con profunda emoción decidimos viajar juntos a Roma, acompañados por la comunidad interreligiosa que él inspiró. Me acompañó también mi prima y socia, la Dra. Jennifer Jones, y ser parte del funeral fue para todos nosotros un honor inmenso, un acto de gratitud y también una señal de compromiso.
Porque asistir a su despedida no fue solo un homenaje: fue asumir una responsabilidad. La de continuar su legado, con humildad y decisión. La de no dejar caer su palabra en el vacío. La de no traicionar su sueño de una humanidad reconciliada.

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Me cuesta poner en palabras lo que sentí. Fue una experiencia única, irrepetible. La tristeza profunda por la partida de alguien que marcó mi vida convivía con una alegría serena al ver cuánto amor sembró. La Plaza de San Pedro se transformó en un lugar de encuentro universal: jefes de Estado, reyes, autoridades religiosas de todo el mundo, sí. Pero también —y sobre todo— el pueblo. Los últimos. Los humildes. Los descartados. Todos de pie, al mismo nivel. Todos llorando a quien los supo mirar con ojos de ternura.
Francisco logró lo que pocos líderes logran: tocó las almas. Conmovió a los indiferentes. Reconcilió a los opuestos. Inspiró a los jóvenes, a los pobres, a los trabajadores, a los poderosos, a los creyentes y a los que no creen. Su mensaje fue siempre claro: o construimos una cultura del encuentro o seremos arrastrados por la cultura del descarte, donde el otro se vuelve prescindible, donde la vida se mide por su utilidad, donde el amor queda relegado.

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Ver en Roma a representantes de tantas religiones reunidos para despedirlo fue la prueba de que su voz traspasó fronteras. Francisco fue el Papa del diálogo, de la fraternidad, de la paz sin estridencias. Con él, aprendimos que la espiritualidad no está reñida con la acción, que la política necesita ética, y que el Evangelio no es un texto muerto, sino un llamado a vivir con coraje y compasión.A la derecha: Andrés Prieto Fasano, director de Relaciones Institucionales del Instituto del Diálogo Interreligioso.
Yo tuve el privilegio de conocerlo en persona. De escucharlo con atención. De aprender de sus silencios. De emocionarme con su mirada. Lo vi en encuentros íntimos y en celebraciones multitudinarias, y siempre fue el mismo: sencillo, lúcido, profundamente humano.
Ese día, llevé con orgullo la escarapela. Porque Francisco fue —y será— el argentino más grande de todos los tiempos. No por haber ocupado un trono, sino por haber caminado con sandalias el barro del mundo. Por haber abrazado el Evangelio sin filtros ni maquillajes. Por haber hecho de la ternura una forma de liderazgo.
Hoy el mundo entero lo llora. Pero también lo celebra. Porque su partida física no significa su ausencia. Al contrario: su voz sigue viva en quienes nos sentimos llamados a continuar su obra. Su ejemplo nos exige responsabilidad. Ya no es tiempo de admirarlo en pasado, sino de vivirlo en presente.El entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio, antes de ser Sumo Pontífice, en 2008 (AP Photo/Pablo Leguizamon, File)
Francisco, rezamos por vos. Pero ahora, vos que estás tan cerca del Padre, rezá por nosotros. Ayudanos a no claudicar. A no caer en la indiferencia. A sostener el sueño de una humanidad más fraterna, más justa, más solidaria.
Gracias por tu vida, por tu testimonio, por tu dulzura, por tu firmeza, por tu amor sin condiciones. Gracias por habernos enseñado que la esperanza no se grita: se construye.
Hoy no te despedimos. Hoy renovamos nuestro compromiso. La cultura del encuentro sigue viva. Tu legado sigue latiendo. Y en lo personal, siento más que nunca el deber de continuar ese camino, con todos, entre todos. Como vos querías.