
Mercedes Sosa, en tiempo de Malvinas
Romper el exilio para volver a cantar a la patria
Adelanto del tercer capítulo del libro “Y un millón de manos”, que revela la historia de la ‘Negra’ durante la vuelta de la democracia
Por: Facundo Arroyo
«Y un millón de manos que me aplauden. Mercedes Sosa y la vuelta de la democracia», de Facundo Arroyo, editado por Gourmet Musical
La carta manchada por combustible de avión
“Malvinas se sentía. Creo que fue una buena decisión que Mercedes se vaya al otro día de terminar los conciertos. No estaban para aguantarse ni un día más, así de tensa estaba la situación. Y encima La Negra los tentó cantando “La carta”, que la tenía expresamente prohibida”. Pareciera que Fabián Matus se siguió preocupando por lo que casi pasó y por lo que iba a acontecer apenas unas semanas después. Entre los versos de aquella canción de Violeta Parra, se escucha: “Yo que me encuentro tan lejos, / esperando una noticia, / me viene a decir la carta, / que en mi patria no hay justicia. / Los hambrientos piden pan, / plomo les da la milicia, sí”. No es posible despegar esa imagen de Mercedes en el exilio, nuevamente, viendo cómo el país iba directo a una guerra. Obligada, saboteada, perdida de antemano, sin sentido y con la herida del dolor postergada en la historia, y hacia el tiempo.
Así fue que el 2 de abril, apenas cinco semanas después de la serie de shows en el Ópera, comenzó la ocupación de Puerto Stanley por parte de tropas argentinas, bajo órdenes de la Junta Militar. Argentina estaba yendo a combate contra una potencia mundial, experta y excedida en tradición militar y estricta política colonial. Un evento que, más allá de los alcances políticos para la historia del país, sería el telón de cierre para la dictadura cívico-militar instalada desde el año 1976 en terreno nacional. Eso no quita que las consecuencias sociales, expresadas en soldados adolescentes en su mayoría, no fueran para siempre. O como dijo Fogwill en Los Pichiciegos, su novela sobre la guerra: “…porque esas cosas, de la cabeza, en una vida, no se borran así nomás”.
“El recital de la Negra fue en febrero y en abril me fui a la guerra. Fue lo último cultural que hice antes de saberme muerto”. El que parte la tierra en dos con esa frase se llama Martín Raninqueo. Un músico y ex combatiente de Malvinas que estuvo en el puente entre las dos realidades. Cómo puede ser posible que la historia argentina tenga, en su tejido social, personas que la atraviesan de manera tan transversal. Así como están las víctimas de Cromañón que eran hijos de desaparecidos, también los cruces del destino pueden estar acá, entre la cantora del pueblo y el dictador alcohólico. Y la vida de Martín Raninqueo, que nació en La Plata en el año 1962, es una más, crucial para este relato, de que las cosas a veces se escriben en oraciones cortas como las pronunció él: “El recital de la Negra fue en febrero y en abril me fui a la guerra. Fue lo último cultural que hice antes de saberme muerto”.
Mercedes Sosa frente al público en uno de los recitales que dio en 1982 en Buenos Aires
La voz de Raninqueo es suave y dulce. Quebrada por el tiempo y fortalecida por la trayectoria de las tierras arrasadas. Entre el público de aquellos shows de Mercedes Sosa había de todo: carniceros, verduleras, artistas, músicos, políticos, amantes de la música, amantes de la política, exiliados, ex guerrilleros, desesperados, desocupadas, docentes. Ese era un público que se aglutinaba en la esperanza, en la salida de la noche más larga de nuestro siglo XX. Era gente que buscaba en la voz de una cantora una libertad definitiva. Entre ese público estaba la voz, la mirada y el corazón de un futuro artista que también sería un futuro soldado. En Raninqueo estaba potenciado lo que podía ser un resumen de la historia argentina en aquel 1982. Por eso su voz tiene que sonar casi tan fuerte como la de Mercedes Sosa en esta historia. Un feat. necesario. Así se dice ahora. Eso quiere decir: un dúo letal.”
Una guitarra para la colimba
¿Cómo es que un adolescente termina en un show de Mercedes Sosa por decisión propia? Martín Raninqueo, que para esa edad ya tenía claro que amaba la música, cuenta que tenía una tía (Alicia) que le enseñó los primeros acordes y le mostró los primeros discos importantes. “Ella nos hizo escuchar por primera vez Mujeres argentinas (1969). Yo estaba en la primaria. Ahí la tía cantaba Juana Azurduy y la acompañábamos en ese tipo de canciones. Esa era mi referencia. Como era tan chico, no tenía la dimensión de lo que Mercedes era en términos políticos. Todavía no lo veía, eso pasó con los años”. Raninqueo cursó la secundaria entre 1976 y 1981. Ahí tuvo su formación, tanto educativa como cultural. Primero fue al Colegio Nacional y después al Normal 3. El cambio lo hizo cuando se mudó con su familia al centro de La Plata.
En el transcurso de ese crecimiento le sucedió lo que a veces les pasa a artistas que definen su curso gracias a los cruces sociales. Conoció a Hugo Fernández, alias “Falopo”, y eso significó su primer acercamiento al rock. Falopo es actualmente el guitarrista de una banda de rock industrial platense, con gran influencia del teatro independiente, llamada La Secta. Además de esa relación, Raninqueo también se cruzó a ese hermano mayor de otro amigo que te muestra discos trascendentales para tu formación. Fue una galería musical de la canción de protesta del momento. Ese fue el turno para descubrir discos de Piero, de Daniel Viglietti y, justamente, otros de Mercedes Sosa. “Además del rock, Falopo fue el primero que me pasó canciones de Silvio Rodríguez”.
Al terminar la secundaria, casi como un pase automático, Martín Raninqueo tuvo que hacer la colimba. Llegó con la estética que la disciplina castrense odiaba en esa época pero decidido a cumplir órdenes y servicios. “Entendía que si hacía todo bien, eso se iba a terminar rápido”. Su perfil no sólo que no le jugó en contra sino todo lo contrario. Como sabía tocar la guitarra, se metió en el bolsillo a su superior que lo llevaba a su oficina para que le hiciera de radio. En este punto, la historia es conocida: aunque Raninqueo le tocara temas de La Máquina de Hacer Pájaros y de Piero, su jefe no los entendía. Solo le parecían “bonitos”. Es más, lo grababa en vivo y después ponía el cassette en su auto porque su esposa también los disfrutaba. Raninqueo asegura que llegó a tocar temas que estaban prohibidos y que ni así su jefe se percató.
El show, la guerra y la vuelta
Para el año 1982 la autopista La Plata-Buenos Aires no existía. Había que tomarse el tren a Constitución o el colectivo Río de la Plata. El que iba por Calchaquí y tardaba casi dos horas. Aún así, Martín Raninqueo recuerda que del show de Sosa se enteró estando en Buenos Aires. Viajaba bastante a comprar discos. “Pudo haber sido por esos afiches que pegaron antes de cerrar el evento o por un fanzine”, recuerda. Raninqueo se refiere a la campaña de comunicación que desarrolló Daniel Grinbank para tantear el ambiente social. Antes de confirmar los shows, quiso ver cómo era la reacción de la gente ante el plan de ir a escuchar a una artista exiliada y amenazada reiteradamente. Una artista que, además, promovía un repertorio de lucha, un repertorio censurado.
En relación con la comunicación, y al acceso de la información, Raninqueo reflexiona sobre otra posible fuente de novedades. Los fanzines seguían circulando por la ciudad a pesar de la rigidez militar. Sumado a la revista Expreso Imaginario –que estaba dando sus últimos pasos– y a la revista Pelo no había mucha más oferta. Por esta razón, esos pequeños manuscritos, algunos escritos a mano, eran tan importantes. “A Jaime Roos lo conocí gracias a un fanzine. Leí la letra de la milonga “Te acordás hermano” y dije ¿quién es este? Me quedó grabado. Todo eso pasaba así: queríamos que cada cosa que nos pegaba de frente después tenga cara como Silvio Rodríguez. Quizás de esa manera, también, me enteré del show de la Negra en el Teatro Ópera”, dice.
Mercedes Sosa interrumpió su exilio durante unos pocos días en febrero de 1982 para presentarse en el Teatro Ópera de Buenos Aires
Su ticket al show coincidió con la noche en la que tocó Tarragó Ros de invitado. Ahí fue cuando escuchó “María va” por primera vez. No tenía ni idea de quién era. Antes, en la entrada, recuerda de manera muy potente un gesto general: “Cuando llegué me acuerdo de las miradas de los pibes. Había mucha juventud. Esa mirada te hacía sentir que éramos parte de algo. Estábamos saliendo de las trincheras del rock y estábamos llegando acá. No teníamos la edad de los desaparecidos, vivimos de otra manera la represión. La nuestra estaba en el colegio, en los recitales. En esas miradas con pelos largos y carteritas era como decir, bueno, a partir de esto se abre una puerta. Es un momento bisagra. Eso se palpaba. Porque, obvio, estaba lleno de milicos”.
Cuando entró se fue directo por las escaleras; tenía popular. El asiento hizo ruido al sentarse, pero entre el bullicio pasó desapercibido. Había olor a teatro lleno, esa mezcla de humo ambiente y de máquina, de pucho impregnado y perfume en plena fusión. “Cuando salió fue un estruendo de aplausos. Apagón y tornado, sentí mucha emoción. Entró cantando la de Piero, “Soy pan, soy paz, soy más”. No lo tenía mucho a Piero. Lo mío era más Charly García, todo Spinetta, Pedro y Pablo. Cuando siguió con Sueño con serpientes, morí de emoción. Me morí. Ahí caí de lo que estaba cantando. Fue imposible no empezar a amarla”. No era tan fácil unir autor de canción, la canción misma y las decisiones de una intérprete a la hora de manejar su repertorio. Sin internet en 1982 aún reinaba la sorpresa, minuto a minuto, en un show de música.
Cuando Raninqueo recuerda la música en vivo es como si se le prendieran las luces de la entrada. Esos rincones apagados en la profundidad oscura de las mentes. Acelera su dicción, mueve más el cuerpo para ordenar sus recuerdos. “Otra de las canciones que recuerdo que me interpelaron fue “Volver a los 17″ (de Violeta Parra). Una canción que conocí en un fogón en Villa Gesell cantada por Ariel Prat. En ese momento, Ariel era un pibe como yo. No lo conocía nadie. Recuerdo que cuando la terminó de tocar le pregunté de quién era y me dijo de una chilena”. Entre el oficio de cantor del músico vinculado a la murga, y del mismo Raninqueo, las canciones van cobrando vida. Cada vez que Martín menciona una, la canta, se dispersa, se va entre los versos, y al rato vuelve. No está nada mal, el repertorio de Mercedes Sosa siempre fue imbatible. Para cantarlo entre todos, en cualquier momento. Como en este.
Dos meses después de los recitales que dio Mercedes Sosa en el Teatro Ópera, comenzaba la guerra de Malvinas
Hasta que llega al momento más denso de la historia. La reflexión final de la alegría de aquel febrero y el mazazo de abril. Dice: “Algo empezaba, ese es el recuerdo más fuerte. Hasta que aparece el manotazo de ahogado, la guerra, el pueblo responde bien y bueno… ahí voy. Estaba de baja, pero me presenté para ir”. Hay en esa decisión una mezcla de confirmación, seguridad y añoranza. También, debe haber, cierto rasgo de incertidumbre y angustia. La cuestión es que abandona su vida cultural, tanto de público como de incipiente músico, y se va a la guerra. Viajó a Malvinas. Las balas, los uniformes, el barro, el frío, la derrota, el delirio, la solidaridad, el compañerismo y la desesperación lo esperaban.
La historia de Martín Raninqueo como ex combatiente de Malvinas la supo contar de diferentes maneras. En términos culturales, una de las más potentes es su Haikus de guerra. Un libro de poemas más letal que un destructor con una edición impresionante, ricotera por ambiciosa. Ricotera por contracultural y profunda. Una pieza poética que viene acompañada por xilografías hechas por la artista visual Julieta Warman y por un prólogo escrito por Leopoldo Brizuela (1963-2019). El libro fue declarado de interés provincial en 2013, lo que propició una reedición. Luego, en 2016, se publicarían como Haikus of war en los Estados Unidos, traducidos por John Oliver Simon.
Por eso lo que interesa de su relato en este capítulo son apenas algunas secuencias de peso que mantienen relación con Mercedes Sosa y la cultura argentina en 1982. Ahí es cuando Martín se para en su quincho de la localidad de Correas y busca unas cajas. Mueve dos sillas, el ruido espanta a unos pájaros de la puerta y revuelve una bolsa. Dice que esas cosas las debería conservar mejor sabiendo que no lo va a hacer. Hasta hace poco las tenía su madre, que falleció en 2017. Sin mucho preámbulo, expande unos papeles sobre una cama. Son las cartas que enviaba desde la isla y otras que recibía de su familia. Están marrones. Dice que tienen ese color porque en las trincheras se iluminaban con combustible de avión. Manchaba todo. Y entonces en ese quincho se cortó el aire, el silencio pesó, Raninqueo hojeó sus cartas. Su cara estaba dura, no mostraba un gesto. La mirada se le fue.
Portada del álbum que se grabó en vivo en el Teatro Ópera en 1982
Hasta que volvió a hablar: “En Malvinas circulaba una revista Siete Días”. Miró una foto y reflexionó sobre su potencia, está Mercedes Sosa alzando las manos, envuelta en un poncho rojo y negro. Volvió el silencio. Hojeó la revista. Sí, la revista también estaba en esa cama con sábanas de papel marrón. En realidad son apenas cuatro páginas. Dijo: “Esta revista circulaba entre los soldados. Había que pasarla para que todos la leyeran. Pero cuando me encontré esta nota de Mercedes y esta de Nito Mestre decidí recortarlas y me las encanuté. Eso era mi vida. Por eso ahora están acá, me las traje de vuelta”.
Ahí es cuando surgió el factor potenciado de este cruce de la historia y la cultura nacional. Algo que dijo casi al pasar pero que resulta trascendente. Tan es así que es el motivo fundamental de su presencia para la historia y para la vida. Antes de irse a Malvinas le pidió a su madre que le comprara el vinilo doble que, él calculaba, estaba por salir. De un show que modificó su cabeza. Que lo había transformado de manera definitiva. Un soldado con un motivo, otro más, para volver. Un objeto simbólico que representaba su libertad, la esperanza, el boleto de vuelta.
A veces las palabras sobran para contar una imagen que permanece guardada en el recuerdo de un corazón. Ahí es cuando Martín Raninqueo confesó: “Y así fue. Sobreviví a la guerra y cuando volví, vi a mi vieja abrazando el vinilo de Mercedes Sosa. Ese que representaba el fin de la dictadura, la vuelta de la democracia, la sepultura del exilio”. Testigo de la voz de la democracia y de la voz de la muerte. Público de la cultura y de la guerra. Autor de un corazón emocionado por las canciones de tradición popular y bombardeado por una guerra injusta. Ese show y ese vinilo funcionaron como una cuerda que nunca soltó. Una voz para toda la música argentina dormida en dictadura. Un suspiro del alma.
Martín Raninqueo tiene un torrente, además, que fluye desde la comunidad mapuche. Así lo proclama su descendencia que, desde la música, siempre retoma. Si fuera un átomo podría explotar. Una explosión para generar vida más que muerte. Un crack multicultural. Después del vinilo de Mercedes Sosa volvió a mirar sus cartas manchadas por el combustible de avión y la voz de Fogwill describió por él en Los Pichiciegos: “Oscurecía, bajó el sol, subió la oscuridad, ya se acercaba el sueño y desde el aire empezaba a gotear el frío de la noche: más frío”.
Fuente: Infobae